martes, 9 de febrero de 2010

10 AÑOS DESPUÉS

Fernando Belaunzarán

En la madrugada del 6 de febrero de 1999 irrumpió la Policía Federal Preventiva en Ciudad Universitaria, poniendo fin con ello a una huelga estudiantil que se había prolongado 10 meses. Un hecho de por sí doloroso y desgarrador no sólo porque la Universidad de la Nación merecía una solución mediante el diálogo inteligente y la consecución de acuerdos públicos que la encaminaran a su mejoramiento y superación y no por medio de la fuerza bruta sino también por remover recuerdos ominosos para los universitarios y para el país como lo fue la toma de esas mismas instalaciones en 1968 por parte del ejército mexicano. Lo más triste y trágico de la historia es que el movimiento estudiantil tuvo el triunfo en la mano y no quiso, o no supo, ganar.

Tan triste y trágico como lo anterior fue que las lecciones de esa experiencia no fueron aprendidas debidamente por la izquierda. Muchos de los errores entonces cometidos se han reproducido en otros ámbitos y en otros momentos generando resultados igualmente desastrosos, de graves consecuencias. Y es que hay pocas cosas tan dañinas como la inmunidad a la autocrítica, como el convencimiento dogmático de que indefectiblemente el único responsable de la derrota siempre es el adversario que encarna “el mal”, cuyos ánimos aviesos, falta de escrúpulos y utilización ilegítima de poderes públicos y recursos privados logra sobreponerse a los “buenos”, muy cómodos y felices en su autoproclamada calidad de mártires. Una verdadera cultura de la derrota.

La propaganda suele dejar poco espacio a la reflexión y, por desgracia, en diversos círculos que se reclaman de izquierda lo políticamente correcto es hacer de cada discurso, de cada declaración, de cada escrito, de cada análisis, de cada expresión, un auto de fe propagandística. Por lo mismo, no se toleran otras opiniones en su seno, se instala una especie de verdad oficial que no puede ser contrariada desde dentro so pena de caer en el estigma de la traición. Y más allá de la pueril pretensión de hacer prevalecer la versión propia de los hechos en ese etéreo lugar que se piensa como Historia (así, con mayúsculas) al no haber autocrítica ni propiciar la toma de conciencia de las fallas y yerros se propicia la reiteración de los mismos errores.

Es fundamental entender qué fue lo que pasó con un movimiento que empezó vigoroso y prometedor y acabo siendo una caricatura grotesca de los vicios que decía combatir. Para captar la magnitud del tránsito no está demás recordar que en las primeras manifestaciones se resolvió no realizar pintas con laca para favorecer la solidaridad de la sociedad, se hicieron lúdicas y sanas convivencias para celebrar el “día del niño” y el “día de la madre” y que tiempo después, con acuerdo o sin acuerdo, se cerraron carriles centrales del periférico, se tomaran institutos y centros de investigación con los consiguientes daños a trabajos científicos que llevaban años de realización, se expulsaron a las voces críticas y se permitieron agresiones a periodistas y medios de comunicación. Se paso de las decisiones colectivas claramente mayoritarias a las que se tomaban únicamente entre el puñado de activistas que se otorgaban en exclusiva el derecho al voto porque “lavaban los baños”.

El origen del conflicto fue la imposición de un nuevo Reglamento General de Pagos que contrariaba la gratuidad que de hecho –pues se pagaban 20 centavos- funcionaba en la máxima casa de estudios del país. Fue una decisión autoritaria y torpe del entonces rector, Francisco Barnés de Castro, el cual hizo todo lo que estuvo a su alcance para complicar el conflicto, pues su apuesta desde el principio fue derrotar al movimiento mediante la intervención policiaca. Por eso no se detuvo ni siquiera cuando las encuestas le mostraron que la inmensa mayoría de la comunidad estudiantil estaba inconforme. En su egolatría y autosuficiencia se planteó hacer lo que ni Carpizo ni Sarukhán pudieron: derrotar al movimiento estudiantil e implantar las reformas neoliberales pospuestas. Para ello se preocupó por incentivar las contradicciones y conflictos entre las diversas corrientes y agrupamientos de activistas. No era casual que, invariablemente, antes de cada asamblea del CGH hubiera una provocación de las autoridades para exacerbar los ánimos y favorecer el fortalecimiento de la llamada “ultra”. Y es que Barnés, a sabiendas de las reticencias de Ernesto Zedillo a intervenir, se preocupó por fortalecer la tesis de que no se podía negociar una solución en virtud del predominio de los sectores extremos del movimiento.

Por supuesto, los ánimos facinerosos del ex rector no explican el nivel de polarización en el seno del CGH y su progresiva descomposición interna. Hubo otros factores sin duda más influyentes. Es importante señalar que el grupo político estudiantil que había sido hegemónico en el exitoso movimiento de 1986-87 y que durante la siguiente década tuvo sin duda el mayor peso y repercusión dentro y fuera de la UNAM, conocido como CEU-Histórico se encontraba diezmado porque sus cuadros más experimentados se fueron al Gobierno del Distrito Federal con Cuauhtémoc Cárdenas o bien al PRD, como era mi caso. Aunado a ello, estudiantes de diferentes tribus perredistas vieron la ocasión para desplazar a quienes consideraban sus adversarios internos y tenían su principal fuerza en la UNAM así que se les hizo fácil hacer causa común con “la ultra” para lograrlo sin caer en cuenta que después ya no podrían tomar la conducción del movimiento y darle un rumbo diferente al que le convenía a los grupos mal llamados radicales que ellos mismos fortalecieron. Cuando quisieron enfrentar a la “ultra” ya no pudieron. Hay que aclarar que es falso que el PRD como tal haya intervenido en el conflicto. Hubiera sido de gran ayuda que ese partido hubiera reunido a todos sus miembros involucrados (que iban desde los “antiparistas” hasta la “megaultra”) y convenido una orientación común.

Pero hay otro elemento que nos debe llevar a la reflexión. La Universidad Nacional Autónoma de México es de primera importancia para el país y para sus habitantes de ésta y las siguientes generaciones. Pero para algunos grupos el conflicto fue visto más como una oportunidad para extenderlo a otros ámbitos y regiones con objetivos de índole política distinta, como detonante de otras luchas sociales. Para decirlo con claridad, tenían la expectativa de que el movimiento del CGH fuera el inicio de la revolución. Por supuesto que era correcto buscar la solidaridad de otras universidades y otros sectores sociales, pero de ninguna manera olvidarse de que lo fundamental era detener las cuotas y transformar a la Universidad y el problema es que para este sector radicalizado la UNAM no fue vista como fin en sí misma sino como sólo un medio para luchar contra el Estado. En ese sentido, la educación pública era un mero pretexto. De ahí que la estrategia de tales grupos fuera cerrar la puerta a cualquier solución y alargar el conflicto. Eran, por supuesto, una minoría, pero que tuvieron las circunstancias favorables para ganar terreno e imponer su lógica a un movimiento en descomposición creciente. Mientras estuvo Barnés de rector -el “ultra” más pernicioso- los dos extremos universitarios, ambos minoritarios, en su loco afán por acabar al contrario, tomaron de rehén a la institución.

Dos episodios fueron claves en el naufragio de la solución negociada. El primero fue el lamentable resbalón de un sector del movimiento cercano a un ex líder estudiantil y entonces alto funcionario público que a instancias de éste y de la Secretaría de Gobernación establecieron un diálogo con la rectoría a espaldas de la dirección del CGH. Por si eso fuera poco, acordaron una salida por debajo de los mínimos para el levantamiento. Es verdad que el paso de cuotas obligatorias a voluntarias resolvía de alguna manera la gratuidad, pero faltaba un espacio de deliberación de la comunidad para resolver sobre otros planteamientos y sobre la pospuesta reforma universitaria. Además, ni siquiera se había dado ningún diálogo formal entre las partes y era poco afortunado que una imposición se intentara resolver con otra. El resultado fue desastroso, pues además, como dijimos, Francisco Barnés no quería dar marcha atrás y se dedicó a dinamitar el acuerdo que lo habían obligado a tomar, para lo cual se puso a difundir entre directores, consejeros, conocidos y periodistas amigos que había pactado el levantamiento de la huelga con el PRD. Por su parte, no obstante que una rebelión dentro del grupo de los que habían negociado logró que se aprobara por mayoría que se demandará como punto central la realización de un Congreso Universitario Resolutivo para resolver el conflicto, unos cuántos líderes quisieron honrar su palabra dada en esas conversaciones privadas y anunciaron a los medios de comunicación un inminente levantamiento de la huelga. Ese fue uno de los suicidios políticos más absurdos que me ha tocado ver. La Asamblea del CGH rechazó de manera absoluta la propuesta y se generó un ambiente hostil hacia ese sector de moderados que ahí perdió gran parte de la influencia que tenían. La oposición a dicha negociación –la rebelión antes referida- y la consecuente complicación del conflicto fue lo que me llevaron a entrar de lleno al movimiento estudiantil que hasta entonces sólo había acompañado.

El otro episodio fue el referente a la llamada “propuesta de los eméritos”. Un grupo plural de académicos muy reconocidos dieron a conocer una propuesta se solución a las partes ante el estancamiento y la prolongación de la huelga. Estamos hablando de personas con alta calidad moral y gran prestigio intelectual: Adolfo Sánchez Vázquez, Luís Villoro, Miguel León Portilla, Alfredo López Austin, Alejandro Rossi, Manuel Peimbert, Luís Esteva Maraboto y Héctor Fix Zamudio. Su propuesta asumía la gratuidad, anulaba las sanciones a los paristas y llamaba a la construcción de un espacio de reflexión entre universitarios para proponer cambios a la institución. En sí misma ya era un triunfo del movimiento, pues además se trataba de un piso no un techo para la negociación. A Barnés, por supuesto, no le gustó nada la iniciativa e hizo lo que pudo para obstaculizarla. Sin embargo, la propuesta generó un sin fin de adhesiones de la comunidad universitaria al margen totalmente de las instancias directivas y burocráticas. Un hecho insólito. Sacarla adelante en el seno del movimiento fue mi principal objetivo. Algunos de sus promotores fueron a un memorable debate en el auditorio “Ché Guevara” –hoy lamentablemente privatizado. Los cuatro más identificados con la izquierda, Sánchez Vázquez, Villoro, Peimbert y López Austin, sostuvieron su posición de manera brillante, levantaron los ánimos, dieron esperanzas, pero por desgracia ya no eran las ideas las que definían el rumbo de los acontecimientos. Por un voto se perdió en el CGH. Higinio Muñoz, dirigente del Consejo Estudiantil Metropolitano, se había comprometido con Luís Villoro a apoyar la propuesta. Por desgracia, no sólo no lo hizo sino que las tres escuelas que controlaba votaron en contra. Por supuesto, en cuanto el CGH la rechazó, Francisco Barnés la hizo suya. Y así fue como se perdió una oportunidad dorada para el triunfo del movimiento.

La salida de Barnés y la llegada de Juan Ramón de la Fuente renovaron las esperanzas de una solución negociada entre las partes. El nuevo rector se avocó a reunirse con amplios sectores de la comunidad universitaria que se ya se encontraba muy dispersa y desesperada, restableció lazos y comunicación y le dio otra dimensión al diálogo público con los estudiantes conformando una comisión más representativa y plural. Por desgracia, los estudiantes desperdiciaron ese espacio privilegiado para llegar a la opinión pública. Muy a diferencia del movimiento del CEU de 1986-87 que sin duda ganó el debate a las autoridades y convenció y conmovió a la sociedad mexicana, la representación del CGH mostró un nivel pobrísimo de argumentación no por la falta de capacidad sino porque en lugar de dirigirse a sus interlocutores en primer término y a la sociedad en el segundo hablaban para sus asambleas, para demostrarles que eran incólumes y que no debía caer en ellos la sospecha de traición que por esas fechas rondaba a (casi) todos. Por eso es que sólo articulaban una retahíla de consignas, lugares comunes, denuncias alarmistas y reiteración infinita de su vocación principista.

Ante el estancamiento del “diálogo”, Juan Ramón de la Fuente tomó la iniciativa de realizar un plebisicito sobre cinco puntos que recuperaban en mucho la llamada “propuesta de los eméritos”, reconociendo la gratuidad y ofreciendo un Congreso Universitario. Dicho ejercicio fue muy exitoso en términos de convocatoria, pero en lugar de regresar a la mesa del diálogo con sus resultados para que esa fuera la base de la solución simplemente se le emplazó al CGH a levantar la huelga. En mi opinión faltó el llamado “puente de plata” para un movimiento muy desgastado, debilitado y aislado que hubiera facilitado a algunos sectores sobrevivientes de las purgas internas ganar lo que eran ya unas raquíticas asambleas. Es verdad que la derecha universitaria estaba histérica y que el margen de maniobra se la había reducido mucho a Juan Ramón, pero creo que se le debió dar una oportunidad más al diálogo y evitar la irrupción policiaca. Ernesto Zedillo tomó la decisión de tomar las instalaciones universitarias con la PFP y detener a los huelguistas. De la Fuente tuvo el tino y la sensibilidad de encabezar las gestiones para la liberación de todos los presos y después el gran mérito de levantar de nuevo a la UNAM, no obstante la difícil situación en la que se encontraba, misma que se agravó con la indeseable solución de fuerza.

El CGH fue un movimiento que tuvo el triunfo en la mano. Como dijo el notable académico del exilio español, Federico Álvarez, entonces presidente del Colegio de Profesores de la Facultad de Filosofía y Letras que mantuvo un papel digno y constructivo durante todo el conflicto: “Más vale una victoria parcial que una derrota total”. En efecto, cuando se plantea las cosas al todo o nada, normalmente sale nada.

Por ello, más allá del anecdotario, resulta fundamental reflexionar acerca de un proceso que se repite con distintos movimientos y en el que se da una progresiva perdida de consenso social, división y descomposición interna y aislamiento político. El lugar común es echarle toda la culpa a los medios de comunicación que, según este discurso tan socorrido, desvirtúa los hechos y manipula las conciencias en contubernio con intereses oscuros. Nada más alejado de mis intenciones que hacer una apología de los medios que hoy tenemos o desviar la mirada de sus limitaciones, pero sería engañarse a sí mismo no ver que mucho de lo que ahí se difunde son cosas ciertas que es responsabilidad de la prensa dar a conocer y que la solución no es acallarla sino corregir defectos, incongruencias y desviaciones.

Conseguida la gratuidad sólo era cuestión de pactar condiciones mínimas del Congreso Universitario y evitar que fueran aplicadas las reformas polémicas de 1997 antes de que se resolviera en definitiva sobre ellas en ese espacio de deliberación y resolución. Sin embargo no hubo poder humano que pudiera mover un ápice al CGH de su letanía: “cumplimiento total de los seis puntos del pliego petitorio”. Pero la intransigencia no fue el único elemento nocivo. Se fue imponiendo un desprecio a la opinión pública y una veneración a las acciones de fuerza que no se preocupaban por justificarse con razones. Dejó de importar el ganar el debate público, para sólo buscar acciones cada vez más desesperadas de presión sin tomar nota de la impopularidad de las mismas. También se dio una tendencia creciente a confrontarse con la sociedad, con el resto de los ciudadanos, a afectarlos creyendo que así se presiona al gobierno cuando éste en realidad disfruta de ver como el movimiento daña su propia imagen pública y se debilita. Y qué decir de la práctica de la depuración, de echar a los aliados al campo contrario, de inocular el odio entre compañeros hasta el punto de desatar violencia física, de sólo aceptar apoyo incondicional, de calificar como traición cualquier manifestación crítica o autónoma, de imponer un pensamiento único incuestionable. Pero el más pernicioso de todos es el asumirse como encarnación exclusiva de los intereses legítimos del pueblo, de promover el mesianismo de uno mismo, de justificarlo todo en nombre de un pueblo que paradójicamente cada vez se aleja más. Otro que no se nos debe escapar es el maximalismo, el negarse a caminar el paso que se puede dar en nombre de un salto por el momento imposible. A final de cuentas se llega al apotegma bíblico que tanto gusta a los fanáticos: “el que no está conmigo está contra mí” y de esa manera en lugar de sumar y crecer se resta y se divide. La contradicción de un movimiento que reclama democracia, pero que se vuelve esencialmente autoritario e intolerante tiene altos costos, pues eso no se puede ocultar.

Atenco, la APPO y el movimiento surgido tras los opacos y polémicos resultados del 2006 son algunos ejemplos de experiencias que han vivido, en grados distintos, procesos similares. Por supuesto, se debe condenar la represión y el uso de la fuerza para resolver problemas políticos, y demandar la libertad de los presos causados por la represión, pero sería un grave error no darse cuenta de que el aislamiento y falta de apoyo social genera condiciones propicias para la intervención policiaca, además de que lejos de ayudar complica de sobremanera la consecución de los objetivos nobles y legítimos de estos movimientos. Gracias al CGH hoy nadie cuestiona la necesidad de la educación pública y gratuita de calidad. Por desgracia se perdió la oportunidad de transformar muchas de las estructuras anquilosadas y burocráticas de la UNAM e impulsar su democratización que no es otra cosa que darle el poder que requiere la academia para desarrollarse mejor. A pesar de que Juan Ramón de la Fuente quiso hacer el Congreso, la derecha lo boicoteó y los estudiantes progresistas no tuvieron la visión de tomarle la palabra por lo que no tuvo condiciones para realizarlo. El caso es que hoy, la reforma universitaria sigue pendiente.


De paso…

Confesión de parte. Felipe Calderón, a través de su Secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont, ha reconocido que se equivocó al declarar que la masacre de jóvenes en Ciudad Juárez fue un pleito entre pandillas. Sin ninguna prueba o elemento, el titular del Ejecutivo se apresuró a manchar el nombre de los asesinados. Y es que como la “guerra contra las drogas” es primordial la parte mediática, como reflejo se acude al expediente de culpar a las víctimas para que no se culpe al gobierno. ¿Quién puede dudar de que en estos tiempos el raiting se impone a la justicia?… Igual o peor está el gobernador de Chihuahua, José reyes Baeza, en lo que sin duda es “la ocurrencia más grande del sexenio”, declara que trasladará los poderes del estado a Ciudad Juárez. Por supuesto, lo hace en el marco electoral que se avecina en esa entidad, como si con un juego de artificio mediático pudiera borrar su inconmensurable incompetencia… Gran aceptación está teniendo la posibilidad de que un candidato ciudadano de los tamaños de Juan Ramón de la Fuente o José Woldenberg represente a la izquierda en el año 2012. Sólo falta que ya, alguno de los dos, se aviente al ruedo, pues ya no queda mucho tiempo… Y para cerrar por fin esté largo artículo y no cansar más a los magnánimos lectores que han llegado hasta este punto me uno al clamor nacional de pedir al “Chicharito” Hernández para la Selección Nacional… Ah! y vientos por los Santos…

2 comentarios:

Bedolla dijo...

Muy buen analisis y puntual cronica Fer, quisiera sugerirte un texto bastante aleccionador:"Mesianismos Revolucionarios del Tercer Mundo" de Wilhelm E. Mühlmann; en donde se revisa el asunto de los denominados Movimientos "Nativistas" y cito a continuación un parrafo:
"...Se habla mucho de procesos sociales,
sin entrever por lo tanto su carácter de desarrollos colectivos
con virulencia, intensidad y fluidez variable. Su
curva de amplitud, sus flujos y reflujos, su carga variable
de emoción psíquica, y otros puntos dejados en las
sombras, sin hablar del papel de las personalidades de
los dirigentes, el desplazamiento de los iniciadores por
los fanáticos, el juego recíproco de los dirigentes y sus
seguidores, el asentimiento de los tibios y de los simpatizantes,
los cambios de objetivo por la entrada en juego
de las “masas”, en otros términos, la pérdida progresiva
de la motivación original y auténtica, a medida que
se aleja del “nudo” del movimiento hacia las zonas periféricas.
Todos los movimientos estudiados concretamente
son afectados por un coeficiente de “vivacidad” y
de variabilidad, si se quiere rendir cuentas plenamente.
Todo proceso social juega entre los dos extremos de la
“movilidad” y de la “fijación institucional” absoluta. El
análisis no debe ser simplemente estático, a modo de
una “red de relaciones”, sino más bien dinámico, como
de un proceso en su acaecimiento."
Un abrazo y Saludos. C. Bedolla

Anónimo dijo...

"Muy bueno hubiera sido que ese partido interviniera"... Clásico de un vendehuelgas como tú.