Fernando Belaunzarán
El llamado “superdomingo” resultó ser un punto de quiebre en el escenario político del país y no, como se había vaticinado, la constatación de la inevitabilidad del regreso del PRI a Los Pinos. Frente a las peculiares alianzas entre izquierda y derecha en algunas entidades para enfrentar cacicazgos, generar por primera vez alternancia y equilibrar el terreno rumbo al 2012, se conformó una coalición aún más extraña para estigmatizarlas, lo que generó que en la suerte de éstas se determinara no sólo el balance de la jornada sino también el establecimiento de los escenarios futuros. De ahí que política, emblemática, simbólica, e incluso numéricamente, se haya dado una clara victoria de parte del aliancismo y, en consecuencia, de sus promotores.
Es verdad que tanto el PAN como el PRD no pudieron mantener las entidades que gobernaban, pero eso sólo demuestra lo que ya se sabía y que se encuentra en el núcleo de las razones que los llevaron a plantearse ir juntos en ciertas elecciones: su mutua y, en cierto sentido, recíproca debilidad. Los dos polos que disputaron la presidencia en el 2006 se han desgastado en estos años y el PRI, que se había caído severamente, resurgió con fuerza a partir no tanto de sus aciertos, rectificaciones, virtudes y cambios -que no se han visto- como de las fallas, errores, deficiencias y decepciones que han producido líderes, gobiernos y los propios partidos de derecha e izquierda.
Está en el arte de la política el cómo convertir la debilidad en fortaleza para poder conseguir objetivos legítimos que si bien no pueden sustraerse de la lucha por el poder que le es intrínseca sirvan también para lograr objetivos valiosos, de acuerdo a la visión, proyecto y valores que cada quien representa. Pues eso fue lo que sucedió con las controvertidas y hoy victoriosas alianzas. Y no neguemos lo evidente: sin éstas no se le hubiera podido vencer al PRI en ningún estado.
Es una falacia sostener que en todo, absolutamente en todo, son antitéticos y excluyentes cualquier izquierda respecto de cualquier derecha y que un gobierno de un signo tiene que hacer lo absolutamente opuesto a lo que hace el del otro. Durante veinte años, Chile demostró que puede hacerse un gobierno de coalición eficiente y exitoso a pesar de las divergencias ideológicas; además, aquí ni siquiera estamos hablando de la conducción de un país sino de entidades cuyo margen de acción y decisión es mucho más acotado. Agarrarse de “los principios” para golpear moralmente a las alianzas no era sino parte de la lucha del poder por el poder que, según sus practicantes, era lo que combatían. Pocos pueden dudar de las posibilidades que se abren y el avance que significa para las sociedades de Oaxaca, Puebla, Sinaloa, y quizás Durango, con el sacudimiento de férreos cacicazgos y la experiencia de la alternancia tras más de 80 años de ser gobernados por un mismo partido.
La política, y de manera muy notoria la electoral, no se puede sustraer del pragmatismo, pues requiere de resultados tangibles en corto plazo. Lo importante es que las decisiones que se tomen no provoquen extravíos y sirvan efectivamente para avanzar hacia los objetivos programáticos que en mucho dan sustento y razón de ser a la existencia de los partidos.
En ese sentido es conveniente tomar en cuenta que la transición democrática mexicana se topó con el escollo de un “feudalismo” que creció al amparo del necesario y deseable debilitamiento del viejo presidencialismo y de la ausencia de contrapesos y equilibrios locales. Los gobernadores se volvieron caciques todopoderosos que ejercen discrecionalmente en sus estados las facultades metalegales que en su momento tuvo el Presidente de la República. Desde la “plenitud del pinche poder” (Fidel Herrera dixit) se fiscalizan a sí mismos y controlan a los otros poderes, a órganos que debieran ser autónomos, a medios de comunicación e incluso hasta a partidos de oposición.
Al vencer a esos cacicazgos se abre la posibilidad del cambio y de volver a encausar la transición a la democracia desde donde se detuvo, algo que rebasa por mucho al simple pragmatismo y le da coherencia y congruencia a las alianzas. Eso las hizo no sólo necesarias para ganar sino también deseables para mejorar política, económica y socialmente a partir de los triunfos, pues la democratización bien llevada debe generar crecimiento y equidad.
En cualquier democracia moderna las alianzas entre partidos no sólo de signo distinto sino incluso antagónico es un recurso político legítimo y democrático siempre y cuando se haga de manera transparente y con objetivos claros, explícitos y consecuentes con el programa y los valores de las fuerzas coaligadas. Pocas cosas demuestran de manera más nítida la falta de cultura democrática en el país que la estigmatización de la unión de los distintos que se llevó a acabo para enfrentar al adversario que parecía imbatible y que amenaza en 2012 con llevarnos a una regresión que tiraría por la borda veinte años de transición política -aunque los últimos diez hayan sido de estancamiento y descomposición. No en balde la propuesta de reforma política que presentó Enrique Peña Nieto establece que el que el partido que gane la presidencia obtenga mayoría absoluta en las Cámaras, es decir, quiere revivir al viejo régimen.
Es verdad que la alternancia no significa necesariamente cambio, tal y como nos lo demostró con creces Vicente Fox, y hay razones para el escepticismo. El priísmo ha sido derrotado en las urnas, pero no en la cultura. Gobiernos y líderes de todos los partidos han gustado de concentrar el poder, de combatir voces críticas, de heredar cargos y puestos, de echar andar “cargadas”, de hacer causa común con diversos poderes fácticos e incluso, sin pudor alguno, de hacer uso del viejo y mítico dedazo, emblema del viejo régimen. La oposición llegada al poder se convirtió, salvo excepciones, más en un elemento preservador del status quo que de cambio. Eso ha generado cierta decepción en la democracia, aunque no hayamos vivido a cabalidad algo digno de ese nombre. Esto también explica en parte la caída de los partidos promotores de la transición y la recuperación del PRI, al que nadie identifica con la lucha democrática.
Por eso es que tiene sustento el temor de que los triunfos puedan derivar en el cambio de un cacique por otro. Pero ese riesgo existe, la experiencia lo demuestra, con o sin alianza. Sería absurdo que la respuesta a este fenómeno lamentable y embarazoso fuera jugar a perder para no correr riesgo de caer en incongruencia. La solución es que los partidos que plantean recuperar el camino de la transición dejen de ser instrumentos dóciles, solícitos y complacientes de los gobernantes de sus signo político y sean un factor que incida en el cumplimiento de los compromisos adquiridos y que se establezcan controles al ejercicio de gobierno, funcionen los contrapesos y equilibrios y, muy importante, rindan cuentas de manera sistemática, rigurosa, constante y oportuna.
Mucho más extraño que las alianzas entre la izquierda y la derecha -que ya se había llevado a cabo en el pasado sin aspavientos mayores y que son una práctica común en países democráticos- es la coincidencia de grupos y personajes antagónicos en contra de ellas. ¿Alguien habría pensado que políticos tan disímbolos y confrontados como Carlos Salinas de Gortari, Vicente Fox y Andrés Manuel López Obrador compartirían la misma visión electoral, por no hablar de conocidos periodistas que en el pasado no habían coincidido en nada? La embestida mediática contra las alianzas fue atroz y se escucharon a los más diversos actores expresar su elocuente y, supongo, desinteresada preocupación por la preservación de la pureza en los principios de la izquierda y la derecha, sin decir, por supuesto, que con ello se favorecían los intereses electorales del PRI.
Por eso tiene su mérito que Jesús Ortega y Cesar Nava resistieran la presión, e incluso que éste último decidiera no someterse al chantaje con el cual Enrique Peña Nieto logró el compromiso del Secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont, de que no habría alianza en Estado de México –menos mal que le tiene sin cuidado al gobernador- a cambio de aprobar la Ley de Ingresos. Si ambos pagaron desde un inicio altos costos por la campaña mediática en su contra, los resultados los pueden redimir, una vez que el debate público centró su atención en las alianzas y el PRI jugó erróneamente la estrategia de generar la percepción del “carro completo”. Hoy Nava y Ortega aparecen como ganadores de la jornada y, con ello, atajan la lucha interna que se cierne sobre sus cabezas y que es la que en buena medida explica el fuego amigo en contra de las alianzas.
Por si eso fuera poco, se ganaron las plazas emblemáticas de Oaxaca y Puebla cuyo peso simbólico resulta indiscutible, pues son leídas correctamente como derrotas de los gobernadores que mejor representan a esos cacicazgos cínicos y despóticos contra los que se construyeron las alianzas. A ello hay que sumar Sinaloa. Estas tres entidades representan 8 millones de habitantes más que las que a su vez recupero el PRI: Aguascalientes, Tlaxcala y Zacatecas. En Durango la diferencia es mínima y si bien el recuento pudiera voltear las cosas, lo cierto es que si Andrés Manuel López Obrador no obliga al PT a romper la alianza en ese estado, ésta hubiera ganado sin problemas. En Hidalgo, por su parte, se logró una votación superior al 45% de los votos en un ambiente de hostigamiento grosero por parte del gobierno del Estado y pudiera caerse en los tribunales.
El éxito de las alianzas crece porque fuera de ellas no hubo otros para el PRD y el PAN y porque ahí se centró la atención de la opinión pública en virtud de una estrategia mediática para desprestigiarlas que acabó siendo contraproducente. De las conclusiones, una sobresale y sin duda provocará reacomodos: El PRI puede ser derrotado en el 2012.
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2 comentarios:
Que caigan pillos como Ulises Ruiz y Mario Marín siempre es una buena noticia. Nos quedaron otros pillos vivos (Fidel Herrera, a quien sin embargo enfrentaba otro pillo, Miguel Yunes). El problema, y razón por la que simpatizo a medias con las alianzas, es que finalmente son luchas tan pragmáticas que anulan la posibilidad de transformación. En Oaxaca Gabino Cué terminó negociando con todos los enemigos de Ulises; en Puebla ganó un tecnócrata ligado a Elba Esther Gordillo, un poder al cual también hay que vencer; en Sinaloa finalmente también venció un pleito entre priístas y un exgobernador, Juan Millán.
Al final de cuentas vamos luchando por males menores y no por un bien común.
Saludos.
Si, si puede ser derrotado, pero tendría que ser una mega-alianza-nacional y esa no se dará, tu bien sabes que de entrada, con el lanzamiento de AMLO ya se dividió a la izquierda y ahí se acaba todo ....
.. pero muy bueno tu artículo, eso si.
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